Estamos de celebración, profundamente sentida y gozosamente esperada. Nada menos que un «cumplesiglo» es lo que nos mueve a tanta alegría agradecida. Hace ya cien años que nuestra querida Santina, la Virgen de Covadonga, recibió oficialmente la coronación. Sabemos que una corona sobre la cabeza siempre ha sido signo de distinción, de nobleza reconocida y compromiso por parte de quien la llevaba con dignidad responsable. Hemos visto a través de la historia tantas coronaciones de hombres y mujeres que nos mostraban así su realeza y sellaban la entrega que les implicaba ser coronados para bien de un pueblo y no simplemente como imparable sucesión de una dinastía.

Hay una coronación atípica que ha traspasado el curso de los siglos por lo mucho que significó y el alto precio que tuvo: la coronación de espinas del Señor Jesús, nuestro Redentor. Era símbolo de una realeza, la más real de todas ellas, que sin embargo sólo se comprendía desde el servicio más humilde, desde la entrega más verdadera, desde la obediencia más increíble que se tornó en la más fecunda y sincera.

Junto a esta coronación de Jesús, la Biblia nos relata otra al final de sus páginas y que tiene a María como protagonista. Allí leemos: «Un gran signo apareció en el cielo: una mujer vestida del sol, y la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza» (Apoc 12, 1). Es la antesala de lo que a continuación relatará este libro del Apocalipsis sobre la batalla que en la historia se da entre el bien y el mal, entre lo que Dios propone y lo que el maligno quiere arrebatar. En esta encrucijada aparece María coronada de esas doce estrellas para darnos a su Hijo que será quien nos permitirá salir victoriosos de las insidias y zancadillas tentadoras del diablo.

María coronada como reina de nuestro bien y de nuestra paz. No es una extraña y pagada princesa de un cuento de hadas lejano que nada tiene que ver con nuestras lágrimas y nuestras sonrisas, nuestros mejores sueños o nuestras más temidas pesadillas, sino que tal realeza así coronada está a favor de la vida y del destino al que nos ha llamado el Señor para nuestra humilde felicidad y eterna dicha.

Son ya cien años, los que caben en un siglo, para reconocer cómo Nuestra Señora ejerce su maternidad hacia nosotros sus hijos, acompañándonos de tantos modos en los mil vericuetos en el que una buena madre siempre nos acompaña. Por eso Ella es la Virgen bendita en su santa Cueva de Covadonga, que por su mediación llegamos a quien nos alumbró con el sí de su “fiat”, su “hágase en mí según tu palabra”, que le dijo al arcángel Gabriel al proponerle nada menos ser la Madre del Mesías.

Subimos tantas veces a ese rincón querido, verdadero corazón espiritual de Asturias, y allí vertemos nuestras plegarias que dan gracias por tantas cosas o que para tantas cosas piden gracia. Le pedimos a la Reina y Madre con un avemaría que ruegue “por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte”. Y Ella ruega, y nos dice dónde está el camino de vuelta tras los desvaríos que zarandean nuestra vida humilde y vulnerable, esa que tiene mi nombre, mi edad y la circunstancia que la domicilia.

Todo un programa de celebraciones, peregrinaciones, eventos culturales, proyecciones misioneras y compromisos sociales están previstos para este año de gracia. Le pedimos a la Virgen de Covadonga, que vuelva a nosotros su mirada en este año especial de un siglo de piedad popular, gozosos por esta efeméride que pone ilusión revitalizadora en nuestra vida diocesana y personal. La coronación sea nuestro humilde homenaje a quien deseamos sea la reina de nuestras montañas y de nuestras vidas.

+  Fr. Jesús Sanz Montes, OFM
Arzobispo de Oviedo